Cementerios de Montevideo
Pilar de Mattos
Entrás y lo primero que sentís es la quietud y tranquilidad del lugar. Se escuchan los pájaros y el sonido de tus pisadas en los caminos de tierra.
Hay flores por doquier, algunas nuevas pero la mayoría, de plástico, con polvo y descoloridas por el sol.
Leés las placas con dedicatorias, "amado esposo y padre", "querida abuela", "hermano te extrañamos", hasta que llegás a alguna que dice "angelito de papá y mamá", y el corazón se te encoge un poco al ver algún camioncito de juguete, sonajero o el que fue su peluche favorito, como una ofrenda para el niño sin futuro.
Pero el tiempo avanza implacable. Las tumbas se resquebrajan, las flores se marchitan y otras ocupan su lugar.
La piedra fría de los panteones y las estatuas contrasta con el pasto, de un verde vibrante, y con el sol del atardecer que baña de una luz dorada los árboles.
Es un lugar solitario al que nadie va, salvo por los deudos de los fallecidos o para quienes el Cementerio es su lugar de trabajo. Pero a pesar de los recuerdos negativos que está condenado a cargar, es imposible no apreciar su belleza desbordante y sentir la paz que transmite.
El tiempo pasa, las personas mueren, pero las heridas cicatrizan y los difuntos, al igual que el cementerio que los acoge, se olvidan.